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Relatos

He aquí algunos relatos :
Sonata de brahams

-> Sonata de Brahms, enviado por Carmy

Sus dedos se deslizaron hábiles por la superficie del piano de cola. Una melodía suave emergía de las teclas, pero a la vez poderosa, una canción repleta de sentimientos.
Antía suspiró, levantó las manos del instrumento y se echó a llorar, desesperada.
No veía justo lo que estaba pasando, nada justo, pero debía controlarse, por imposible que le pareciera. De ello dependía todo. Si no se tranquilizaba, era muy probable que nunca más viera a su hermana.
Inmersa en sus pensamientos, apenas advirtió que alguien acababa de entrar a la habitación hasta que éste se colocó a su lado y le susurró al oído.
- ¿Estás mejor?
Ella asintió, aunque eso no fuese cierto. Nunca se le había dado nada bien mentir, y él lo sabía.
- No puedes engañarme. No estás mejor, de hecho, no estás nada bien. Necesitas descansar...
- No. – interrumpió ella. – Puede que no esté en mi mejor momento, pero sí es oportunidad. Debo descubrir lo que ha pasado. Si no, Elena...
- No te preocupes, la salvaremos, ¿De acuerdo? Confía en mi.
- No puedo más, de verdad... Tengo que hacer algo, no puedo quedarme con los brazos cruzados mientras ella...
De pronto se vio incapaz de continuar hablando, y sin más, se fue de la estancia, ignorando la mirada de preocupación que él le lanzaba.
Necesitaba estar sola. Simplemente eso. Necesitaba recordar todo lo que sucedió.

* * * *


La Guitarra.
Elena era una experta con la guitarra española. Lo tomaba entre sus brazos, la acariciaba como si de su posesión más preciada se tratase (a veces sospechaba que así era) y frotaba con fuerza las seis cuerdas, creando vida con aquellos simples acordes.
Me encantaba sentarme a su lado, las dos juntas en la porche de casa, y aún añoro cómo nos divertíamos jugando a adivinar canciones. Ella me deleitaba con una bonita pieza y yo, oyendo tan sólo las primeras notas, le recitaba de carrerilla el nombre y el grupo. Cuando acertaba, me felicitaba con una sonrisa, y cuando fallaba, acabábamos las dos desternillándonos de la risa por la tontería que acababa de soltar.
La vida de Elena era música. En todos los sentidos.

La Trompeta.
Siempre me han gustado los instrumentos de viento metal. Me parecen melodiosos, capaces de entonar tanto melodías tristes y melancólicas como atrevidas canciones de jazz.
Elena era así. Me recordaba a los aerófonos, en especial a las trompetas, mágicos instrumentos con cambios de personalidad marcados y exagerados...
Pasaba de reír a llorar con una facilidad asombrosa. Nunca supe como lo hacía. Quizás algún día lo averigüe... ¿Quién sabe?

La batería.
Antonio parecía un buen chico. Tocaba la batería en un grupo de rock y llevaba gafas. Le di mi visto bueno desde el primer momento. Ahora sé que no puedes confiar en alguien por muchas sonrisas francas que te dedique y muchos piropos que le eche a su novia, Elena.
Ella también confiaba ciegamente en Antonio. Siempre he pensado que el amor es una especie de venda, que tapa los ojos. Cuando no ves nada, te adentras en un mundo nuevo de posibilidades, te fías de tu instinto, disfrutas al máximo. Aunque, como todo, el amor tiene sus consecuencias.
Y Elena se enamoró de la persona equivocada. En el momento equivocado, como se suele decir.
Lo último que escuchó antes de desmayarse fue el estruendoso sonido de las baquetas estrellándose contra los platillos.

Las Campanas Tubulares.
Cuando regresé ese día del trabajo me encontré la casa revuelta, las piezas de la batería de Antonio tiradas de cualquier manera en el salón y lo que es peor, a mi hermana inconsciente en el sofá, con la boca abierta, como a punto de gritar.
El miedo me paralizó los primeros instantes, pero, gracias a dios conseguí reaccionar a tiempo y, recogiendo el cuerpo (aún con vida) de Elena, me apresuré hacia la parroquia de Don Ambrosio, el primer lugar que se me ocurrió, a decir verdad.
Don Ambrosio es un párroco bastante amigo nuestro, mío y de Elena. Le conocimos hace años, el día de mi primera comunión, y desde entonces siempre ha querido saber por nuestra vida, nuestros estudios – en un principio – y actualmente los estudios de Elena, ya a punto de llegar a su fin, y mi trabajo.
Don Ambrosio no es un cura de los de antes, a la antigua usanza; al contrario, está bastante “modernizado” y tiene ordenador en su casa.
Por ese mismo motivo, su parroquia estuvo en reformas hace muy poco, ya que se empeñó en cambiar las antiguas campanas de bronce por unas tubulares.
Don Ambrosio las golpeó con todas sus fuerzas al enterarse de la noticia mientras mis lágrimas resbalaban por los tubos de metal, oxidándolos poco a poco, al son de mi corazón, que también se estaba marchitando.

El Violín.
Fui a visitarla al hospital nada más la trasladaron a una habitación privada. Al parecer, estaba en coma.
Era consciente de que no podía escucharme, pero le susurraba palabras al oído, palabras de consuelo entrelazadas con estrofas de sus canciones favoritas. Y así me quedaba hasta varias horas. Era mi manera de mostrarle mi apoyo.
Al octavo día, con la garganta seca de cantar, me llevé mi violín. Toco el piano desde los siete años, y el violín desde los diez. Personalmente, prefiero el primero, pero, obviamente, me resultaba imposible transportarlo desde mi casa, por lo que afiné las cuernas, y comencé a producir una melodía lenta y trabajada, que expresaba a la perfección mi estado de ánimo. Después, intenté ponerme en su lugar, y pensé si a Elena le hubiera gustado esa canción, si le hubiese puesto contenta. Y supe que no, por lo que, pensando en ella y en nadie más, comencé a tocar alegres notas, acordes intensos y a componer, con los ojos llenos de lágrimas y legañas – quién sabe si de la emoción, quién sabe si de la tristeza – una locuaz pieza que expresaba perfectamente lo mucho que conocía y estimaba a mi querida hermana.
Ese día me quedé en el hospital hasta las dos de la madrugada. Fueron las enfermeras las que tuvieron que arrastrarme hasta la puerta, y ahí me quedé, bajo la lluvia, toda la noche, tocando esa preciosa canción sin importarme el sueño ni el frío. En mi cabeza, Elena estaba a mi lado, paraguas en mano, resguardándome de cualquier fenómeno meteorológico y de mucho más.

El Piano.
Mis dedos se deslizaron hábiles por la superficie del piano de cola. Una melodía suave emergía de las teclas, pero a la vez poderosa, una canción repleta de sentimientos.
Suspiré, levanté las manos del instrumento y me eché a llorar, desesperada.
No veía justo lo que estaba pasando, nada justo, pero debía controlarme, por imposible que me pareciera. De ello dependía todo. Si no me tranquilizaba, era muy probable que nunca más viera a mi hermana.
Inmersa en mis pensamientos, apenas advertí que alguien acababa de entrar a la habitación hasta que éste se colocó a mi lado y me susurró al oído.
- ¿Estás mejor? – me preguntó Don Ambrosio.
Asentí, aunque eso no fuese cierto. Nunca se me había dado nada bien mentir, y él lo sabía.
- No puedes engañarme. No estás mejor, de hecho, no estás nada bien. Necesitas descansar...
- No. – interrumpí. – Puede que no esté en mi mejor momento, pero sí es oportunidad. Debo descubrir lo que ha pasado. Si no, Elena...
- No te preocupes, la salvaremos, ¿De acuerdo? Confía en mi.
- No puedo más, de verdad... Tengo que hacer algo, no puedo quedarme con los brazos cruzados mientras ella...
De pronto me vi incapaz de continuar hablando, y sin más, me fui de la estancia, ignorando la mirada de preocupación que el párroco me lanzaba.
Necesitaba recordar todo lo que sucedió, y una vez los recuerdos y sensaciones emergieron a flote me di cuenta de que aún ni siquiera sabía lo que Antonio le había hecho a Elena.
Había estado tan ocupada pensando en su salud, que ni se había parado a pensar en que algo le debía haber sucedido.
Tenía que encontrar a Antonio, costase lo que costase.

* * * *

Epílogo: Sonata de Brahms
Llegados a este punto, me gustaría escribir muchas cosas en este simple trozo de papel. Cosas que no son ciertas. Si pudiera, escribiría que encontré al ex-novio de mi hermana, le hice razonar y me lo contó todo. Pero la verdad es que aún sigo buscando... ...sin obtener resultados.
Me gustaría también escribir que Elena quedó recuperada en unos días, pero la verdad es que sigue interna.
Me gustaría escribir muchas cosas, pero no soy quien para hacerlo, no soy quien como para rebajarme a mentir para intentar estar mejor, porque sé que no lo estaría, en absoluto. Y ella no estaría nada orgullosa de mí.
Por lo tanto, tan sólo me dedicaré a contar un hecho cierto, sucedido ayer tarde; lo más bonito que puedo narrar en estos momentos.
Me dedicaba a rebuscar entre los cajones de Elena, buscando algo especial, cualquier cosa, cuando lo encontré. Aparentemente era un viejo fajo de papeles, pero, como dice Don Ambrosio, <<no se descubre lo verdaderamente bello de algo hasta que no se escarba un poco en la capa externa...>>, ya que para mí significaba mucho más.
Se trataba de una partitura, de una pieza para viola y piano, la Sonata de Brahms. Nuestro dúo preferido en cuanto a música clásica se refiere. Recuerdo el día que decidimos interpretarla, y, al no tener a nadie que tocara la viola, la intentamos adaptar a la guitarra.
También recuerdo perfectamente los gritos de los vecinos, abucheándonos, por lo mal que resultó salir nuestro plan.
Esbocé una sonrisa de satisfacción al comprobar que las correcciones para nuestra “adaptación casera” estaban allí. Y decidida, me senté en la banqueta del piano y comencé a tocar mi parte del dueto, dispuesta a seguir adelante, porque, en el fondo sabía que, pasara lo que pasara, siempre nos quedaría un recuerdo de Elena. La huella de su música.

FIN


Una lagrima derramada


“Cómo ha cambiado el mundo al mirarlo con tus ojos…”

 

                     Una lágrima derramada. Agamarys lloró desoladamente mientras avanzaba por el valle de Rift. No podía creerlo; no quería creerlo. Todo había ocurrido tan deprisa... Pensar que ahora se encontraba completamente sola le hacía sentirse peor; y trataba de volver a imaginar que estaba con su padre, en el poblado, que todo volvía a ser como antes.

Pero sabía perfectamente  que esos añorados tiempos jamás volverían: Su padre la había vendido, la había tirado como si de una muñeca se tratase por el solo hecho de conseguir unas monedas de más. Y sus compradores, (su nueva familia por decirlo de algún modo) la habían tratado como a una sucia esclava a la que podían hacer de todo y además estaba obligada a aguantar de todo. La niña emitió un nuevo sollozo lastimero; aún conservaba las marcas del látigo.

Después del tercer día había escapado de allí. Había hecho un simple hatillo con sus escasas pertenencias y había huido.

Ahora era libre de nuevo. Pero estaba sola. Veinte lágrimas derramadas.

 

*  *  *  *  *  *

Ayala siguió escalando. Poco a poco. Pasito a pasito. Era difícil y lo sabía. El Kilimanjaro, sin cuerdas, sin adultos que pudieran guiarle, ayudarle, enseñarle dónde pisar... Pero tenía que conseguirlo. Arriba le esperaba alguien, o tal vez algo: La felicidad.

  “En la misma cima del monte Kilimanjaro-contaban las viejas leyendas Masais,- te espera la felicidad.”

Y Ayala necesitaba urgentemente contactar con ella. Todo le salía mal...

-¡La vida es injusta!-gritó con los ojos húmedos. Y al hacerlo se sintió mejor.

Sí, la vida era injusta; o al menos no le sonreía a Ayala.

 

*  *  *  *  *  *

Había transcurrido una semana. Agamarys acababa de llegar al Kilimanjaro en su camino hacia ninguna parte. No sabía a dónde se dirigía, pero tampoco qué buscaba. Observó con resignación la gigantesca montaña mientras recordaba el día que su padre la había llevado allí de excursión. En aquel entonces tenía tan sólo unos 7 u 8 años y lo había observado todo con sumo interés.

-Qué tiempos aquéllos...-pensó la chica en voz alta.

De repente, le pareció escuchar un llanto lastimero, similar al suyo unos 7 días atrás, cuando se había escapado  de sus compradores y se sentía tan sola.

Era el lloro de una niña, tal vez menor que ella, y venía del Norte. Agamarys corrió en esa dirección y encontró a una pequeña, con la cara tiznada de negro y manchada, tirada en el escarpado suelo.

-¿Qué te pasa?, ¿Quién eres?-le preguntó con suavidad, sentándose a su lado.

Otro sollozo intenso. La niña no estaba en condiciones de hablar, ni siquiera le salían las palabras por su pequeña boca rosada.

-Tranquila, tranquila…-murmuró Agamarys, sin saber muy bien que hacer. Nunca había tenido una hermana pequeña.

Poco a poco, la niña fue tranquilizándose, y se tiró a los brazos de la chica, que la meció con cuidado.

-Soy Ayala.-respondió al fin.

-Yo Agamarys.

Ayala sonrió. O al menos lo intentó porque ese gesto cargado de amargura y tristeza no podía ser menos parecido a una sonrisa.

Ambas chicas se levantaron y continuaron su marcha juntas. Sin preguntarse nada. Se lo decían todo con una mirada: Eran desdichadas y necesitaban consuelo.

Con eso les bastaba.

*  *  *  *  *  *

-¿Qué buscas?-le preguntó Agamarys un día.

Era media mañana y como cada día desde su encuentro las dos recorrían la falda del gran Monte, cada día un poco más. Más alto.

Agamarys no sabía porqué. Era Ayala quien la guiaba y dirigía la “expedición”, como si hubiera vivido toda su vida en aquel lugar. En realidad eso era exactamente lo que ella sospechaba.

Con el tiempo, la chica había ido hablando cada vez más, contando como su padre la había vendido a esos 3 hombres del turbante, como la habían maltratado en todos los sentidos, como se había escapado… le consolaba mucho que hubiera alguien dispuesto a escucharla, y en eso Ayala era una experta.

Pero por mucho que escuchaba, prácticamente las únicas frases que soltaba eran las típicas de la convivencia, tales como Tienes Razón, Deberíamos parar a dormir, seguiremos mañana

Agamarys soportaba a duras penas el silencio sepulcral que vivía en torno a la niña, y le frustraba muchísimo no saber nada sobre ella, pero ya estaba harta. Ese día no iba a parar hasta que Ayala le soltara varias frases largas seguidas.

-¿Qué es lo que buscas?-repitió.

Ayala tardó lo suyo en contestar; porque esa era otra; la pequeña no sólo prácticamente nunca abría la boca; cuando tenía que decir algo tardaba cosa de varios minutos en elaborar una respuesta, como si cada cosa que pronunciara fuera esencial para sobrevivir.

-La felicidad.-respondió al fin.

-¿La felicidad?

Ayala asintió.

-¿Y dónde crees que estás?

El esquelético dedito de la pequeña se levantó señalando hacia el cielo; Agamarys, utilizando su mano para tapar el ardiente sol de los ojos levantó la mirada y topó con la cima del Kilimanjaro, a tantos metros de ellas que ni siquiera se distinguía del todo bien.

-¿La cima?-preguntó la chica.

Ayala asintió y se sentó en el suelo escarpado del monte. Agamarys la imitó.

-Cuentan las viejas leyendas Masais.-susurró.-Que cuando el mundo nació, la felicidad se instaló en la cima del Kilimanjaro. Y decidió quedarse allí.

>>Un joven llamado Ahmed quiso llegar más lejos que nadie, y decidió subir en busca de la Felicidad. Ahmed era ambicioso, y nadie pudo detenerlo. Se lanzó hacia la montaña junto a su desvanecida cuerda.

>>Pasaron los meses, y acabaron por darlo como desaparecido. Pero el día menos pensado, sin que nadie lo esperara, regresó. Traía la ropa hecha harapos, el cabello revuelto y una gran sonrisa de satisfacción. Nunca confesó el secreto de su eterna alegría, ni dio detalles de lo que había ocurrido en la cima. Tan sólo se limitó a vivir al máximo.

>>Muchos otros lo intentaron, pero ninguno regresó. Nadie supo jamás como lo había logrado Ahmed.

Cuando Ayala terminó su largo relato (aquellas 13 frases suponían un récord para ella), ambas se quedamos pensativas unos instantes. Al final, Agamarys rompió el silencio.

-¿Eso es lo que buscas aquí? ¿La felicidad?

-Sí. La necesito.

-Te acompañaré.-se ofreció la chica.-Me parece que ha ambas nos hace falta una visita urgente a su consulta.

*  *  *  *  *  *

Partieron al esconderse el sol tras las montañas cercanas. Era la única hora a la que podías asegurarte de que el calor de África no te matara.

Sin prisa pero sin pausa subieron y subieron montículo tras montículo, ansiosas por llegar arriba. En su viaje, Ayala se abrió más hacia Agamarys y ambas pasaban las largas horas de la marcha hablando de su pasado, de su presente, y de lo que tenían pensado para el futuro. Para su sorpresa, Agamarys descubrió que tenían muchísimas cosas más cosas en común de las que creía al principio.

Gracias a la amistad que surgió entre las chicas, el camino no se hizo tan duro como parecía, y no tardaron demasiado en llegar arriba. Fue su ilusión quien les trasladó hacia la cima.

-Pero, ¿Qué…?-murmuró Ayala desolada cuando sus pequeños pies surcaron la última piedra.

Allí no había nada.

Nada, tan sólo se trataba de un trozo de monte más. El último; por lo demás era exactamente igual al que acababan de atravesar antes. O al de ayer, o al primero…

Agamarys y Ayala se abrazaron, contemplando el paisaje, sin saber nada que decir.

El viento se había llevado sus palabras. Y sus ilusiones.

Aguzando mejor la vista, Agamarys descubrió una diminuta cabaña de adobe y palos en un extremo. Se aproximaron y observaron a un viejo sucio, demacrado y arrugado que sentado sobre una roca, sonreía.

¿Cómo puede alguien sonreír cuando sabe que no hay nada más allá? ¿Cuando sabe que todo a terminado…?

Ayala comenzó a llorar débilmente, y el anciano, levantó la cabeza hasta dar con ellas.

-¿Qué os pasa?-les preguntó.- ¿Por qué estáis tan tristes?

-¿Por qué está usted tan contento, señor…-comenzó Agamarys.-…cuando sabe que no hay nada; que la felicidad no existe?

Él sonrió de nuevo. Era una sonrisa cálida y rebosante de alegría que secó sus ojos húmedos e iluminó algo sus corazones.

-¿Quién ha dicho que la Felicidad no existe? Claro que existe. La felicidad brota en cada uno de nosotros, desde que el día que nacemos, pero no la encontramos hasta que no somos capaces de mirar más allá. Más allá de la tristeza del día a día. Venid, quiero enseñaros algo.

Las dos le siguieron hasta el precipicio del Kilimanjaro; si te asomabas, podías observar todo el Valle de Rift y sus alrededores desde arriba, y se veía todo muy bonito, la niebla de la falda del monte no existía a esas distancia, pero sí se podían ver (y casi tocar) las esponjosas nubes blancas, admirad los ríos que se veían comos caminos de plata, el verde vivo de los árboles y arbustos, y la luz del Astro Ardiente, que inundaba el mundo de dorado y anaranjado, transformándolo por completo.

-¿Lo veis?-prosiguió el anciano.-Todo cambia cuando se mira desde arriba, porque así es cuando se ve la parte bonita del mundo, hasta ahora desconocida. ¿Verdad que nunca habíais vislumbrado tanta belleza en Rift? Y eso que lo veis todos los días…

>>Ese es el verdadero secreto de la felicidad. Lo que nos hace felices no es lo que nos espera en la cima, si no lo que nos ha costado llegar hasta ella; el esfuerzo… …y la amistad… pensad y reflexionad: ¿Acaso no os ha gustado llegar hasta aquí? ¿No ha sido un desafío? ¿No ha sido una aventura?

>>La felicidad es eso: la satisfacción. El trabajo bien hecho y el esfuerzo. Los pequeños detalles que hacen que todo sea mejor, como el hecho de observar el mundo con otros ojos.

Y tanto Agamarys como Ayala lo comprendieron: La vida en realidad es como un gran monte altísimo por escalar, lleno de peligros, momentos malos, momentos mejores, esfuerzos… Y sólo al llegar arriba puedes observar que es lo que has estado viviendo sin darte cuenta. Sólo desde una cima puedes observar la parte de arriba de las cosas, la más bonita; porque no existen extremos, ni felicidad eterna ni sufrimiento. Todo es lo mismo. Y puede ser nada, como les pareció al alcanzar la cima desolada y vacía; o todo, como cuando observaron el valle desde el acantilado. Todo dependía de los ojos con que se vieran las cosas.

La vida es un gran ascenso en busca de respuestas. Y sólo cuando llegas arriba descubres que las tenías desde el principio.

Así era todo.

Y las dos niñas sonrieron alegres, porque subir el Kilimanjaro había sido más que un desafío. Había sido encontrar la amistad.

*  *  *  *  *  *

Pasaron todo el día en la cabaña. Charlaron y charlaron durante largo rato de temas banales. De todo y a la vez nada.

Sólo al final, cuando se iban, Ayala se volvió hacia el anciano, y le preguntó.

-Señor, ¿Cómo se llama?

No sin sonreír, él respondió.

-Ahmed.

Cero lágrimas derramadas.

FIN

por Carmy Llolipop.

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